jueves, 15 de septiembre de 2011

2.

Despierto



Los bosques parecen no terminar nunca, sobretodo de noche, y me gusta que sea así: me gusta el infinito. Me gusta esa sensación de eternidad que nunca llegaré a comprender en su totalidad, esa sensación de palabras que faltan y se esconden de mi lengua, palabras etéreas que lucho por moldear pero no puedo tocar. Así pasan horas sobre mi hombro y el cielo continúa volviéndose purpúreo. Me gustan los bosques.

Los bosques cuyos árboles dejan caer hojas como bombas de paz y otoño; grisáceo es el aire que hace bailar sus ramas (más de una se desploma ante su encanto y en un suspiro se deja caer en un colchón de hojas secas), fresca la brisa y entre las nubes el Gran Rojo agoniza en dulce pesar; sus últimos versos sangrarán en los ojos del Poeta de Plomo y este escribirá por primera vez desde la última vez que escribió sobre esa primera vez. La primera vez que escribió su primer poema, aquel que nadie nunca leyó.

“Me gustan los poemas y me gustaría ser poeta”, pienso mientras deambulo por el bosque y al cielo (que casi no se deja ver, ruborizado, tras las copas de los árboles) se le escurren rayos de luz que caen sin gracia, pero sin rudeza. “Si yo fuera poeta, le escribiría mil poemas, miles de versos y rimas en las que encerraría su belleza, su cabello, sus labios, pero no sus ojos; me gustan demasiado” decía, soñador, a la par que un par de murmullos anunciaban que la noche traería lluvia bajo el brazo, aquella lluvia que se lleva todo.

Así me encuentro yo, ahora, sin nada y sin todo; no quiero tener todo pero todo es tan complicado que me atrae y me dibuja un camino por el cual perderme, perderme en la gama de colores que despiden los ojos del misterio que encierra las palabras que no llego a conocer. Los árboles parecen cada vez más altos y los colores de sus cabezas se van difuminando hasta que solo queda el gris. Verdes, rojos, púrpuras y hasta rosados se evaporan en un suave estornudo de la noche. Quizás sea hora de ir a casa, quizás así los lobos dejarán de aullar. Quizás deba dormir un rato o descansar. Quizás sólo descansar y no dormir. De todos modos, siempre termino echado en el césped, boca arriba, con las gotas de lluvia muriendo en mi rostro a un compás algo psicodélico y, poco a poco, me voy quedando dormido…



Soñando



Tuve un sueño de lo más extraño. Soñé que despertaba cubierto de sábanas verdes, en una calidez muy acogedora, con la cabeza recostada en una almohada de funda celeste como el cielo al mediodía. Se sentía extrañamente cómodo estar ahí, protegido de algo que no tenía idea de qué era, hasta que una cacofonía de timbres que iba en aumento me obligó a levantarme de la cama en que tan plácidamente descansaba en medio del desconcierto. Busqué la fuente del ruido y encontré un reloj, el cual golpeé y detuvo el ruido molesto.

Estaba totalmente aturdido, pues no sabía qué estaba haciendo: por inercia, empecé a vestirme elegante, con camisa y corbata. Desayuné una taza de café que, ahora que lo pienso, no tengo idea de cómo preparé (supongo que son cosas que pasan en sueños) y medio dormido cogí el periódico de ese día y lo contemplé sin saber por qué pasaban tantas cosas que jamás podría comprender en el mundo (¿Qué mundo?).

Bajé por el ascensor. Al parecer, ya había estado aquí en otros sueños pues conocía perfectamente cómo funcionaban todas esas máquinas y aparatos. En el primer piso, abrí la puerta de vidrio y un hombre (que deduzco era el portero del edificio) me saludó como si fuera un conocido mío y antes que pudiera preguntar su nombre me escuché decirle “Buenos días, Pedro” y subir apresurado a un auto azul oscuro.

Lo que ocurrió luego se encuentra borroso en mi memoria pero a su vez extrañamente nítido. Estaba en una especie de departamento sin habitaciones, con mucha gente vestida igual que yo. Intercambié saludos y miradas, papeles y risas falsas hasta que llegué por fin a una puerta que tenía mi nombre en una placa metálica. Oficina, así se llamaba esa habitación. Me senté en una silla giratoria de cuero y automáticamente cogí el teléfono, prendí la computadora y empecé a trabajar. Trabajar, sí, eso era lo que hacía en mi sueño. Fue de lo más extraño y todo era tan blanco, gris, azul oscuro y negro. No había árboles ni ríos, ni cielo ruborizado y el Gran Rojo parecía haber muerto tras una niebla muy densa y feroz. Que sueño tan horrible, pensé. No podía esperar a despertar.

Cuando acabó el ciclo aparentemente interminable del trabajo, volví al edificio, subí al departamento y me eché en la cama de sábanas verdes y almohada celeste en la que había empezado a soñar. “Que sueño tan horrible… felizmente la vida no es así”, pensé y me abrigué esperando el despertar pacientemente.



Daniel Chávez

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