El cielo rosáceo
llenaba los espacios oscuros del grass
con luz que emanaba el sol amarillo; tal vez rojo. ‘Tal vez azul’ me dijo
llorando. Nunca entendí su fijación con los colores, lo mío era la música. Los
pájaros cantaban canciones que solo ellos entendían, pero yo, necio, escuchaba
tratando de plagiar esa hermosa melodía. Luego, ya no recuerdo más. No recuerdo
su rostro, ni su nombre. Sólo recuerdo la forma que formaban, en formación, los
árboles cercanos al río donde reposábamos a diario.
Recuerdo
mirar el horizonte, queriendo llegar ahí al fondo. ¿Por las montañas? No, no,
más allá, recuerdo que le respondía. Siempre me hacía ese tipo de preguntas,
tonta, inocente tal vez. Fumábamos y bebíamos también. También lloraba. Siempre
lloraba. Siempre reía.
También
estaba la luna, blanca y pura, al otro lado del sol, siempre persiguiéndose,
jugando. Vanidosa, arrogante. Arrogante y hermosa. ¿Por qué sigues llorando?
Ella nunca sabía. Como si el dolor de su alma fuera tan grande que ni ella lo
podía entender. Y la luna seguía subiendo, reinando sobre todos, y siempre
reflejándose, imponente, en el río. Cada una de sus lágrimas era como una gota
derramada, una gota que rebalsaba el mar de mi pena. O tal vez era impotencia,
yo era sólo cómplice de su llanto.
Recuerdo
que desapareció. Que simplemente dijo adiós en silencio, y dejó de ir. Después
de eso, el recuerdo se convirtió en olvido, y lo vivido en un sueño (o quizás,
en una pesadilla). El cielo rosáceo se había vuelto gris, y el sol se escondía
con temor detrás del espesor de la niebla. Y el bosque lloraba, porque
seguramente ella lloraría también.
Rafael Benavides
Rafael Benavides
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