jueves, 15 de septiembre de 2011

Sueño sin título I


El cielo rosáceo llenaba los espacios oscuros del grass con luz que emanaba el sol amarillo; tal vez rojo. ‘Tal vez azul’ me dijo llorando. Nunca entendí su fijación con los colores, lo mío era la música. Los pájaros cantaban canciones que solo ellos entendían, pero yo, necio, escuchaba tratando de plagiar esa hermosa melodía. Luego, ya no recuerdo más. No recuerdo su rostro, ni su nombre. Sólo recuerdo la forma que formaban, en formación, los árboles cercanos al río donde reposábamos a diario.


Recuerdo mirar el horizonte, queriendo llegar ahí al fondo. ¿Por las montañas? No, no, más allá, recuerdo que le respondía. Siempre me hacía ese tipo de preguntas, tonta, inocente tal vez. Fumábamos y bebíamos también. También lloraba. Siempre lloraba. Siempre reía.


También estaba la luna, blanca y pura, al otro lado del sol, siempre persiguiéndose, jugando. Vanidosa, arrogante. Arrogante y hermosa. ¿Por qué sigues llorando? Ella nunca sabía. Como si el dolor de su alma fuera tan grande que ni ella lo podía entender. Y la luna seguía subiendo, reinando sobre todos, y siempre reflejándose, imponente, en el río. Cada una de sus lágrimas era como una gota derramada, una gota que rebalsaba el mar de mi pena. O tal vez era impotencia, yo era sólo cómplice de su llanto.


Recuerdo que desapareció. Que simplemente dijo adiós en silencio, y dejó de ir. Después de eso, el recuerdo se convirtió en olvido, y lo vivido en un sueño (o quizás, en una pesadilla). El cielo rosáceo se había vuelto gris, y el sol se escondía con temor detrás del espesor de la niebla. Y el bosque lloraba, porque seguramente ella lloraría también.

Rafael Benavides

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