Sacó un cigarro del empaque y lo encendió. Rojo. Rojo
entre tanto gris. Y el humo subió. A veces uno no piensa que el último aliento
que se tomó podría ser, bueno, el último. Dio otra pitada. Botó el humo. Un
proceso realmente mecánico. El semáforo cambió a verde. Dio un pasó. Dio otro.
Otro más.
Todo taxista sabe lo importante que es usar bien el
tiempo; cada segundo es un potencial cliente. Tal vez por eso llaman a cada uno
de sus viajes ‘carreras’. Son carreras contra el tiempo. Aceleró y pasó tres
ámbares. En Lima todo vale. A esas altas horas de la noche se puede correr,
piensa el taxista, nunca hay gente ni autos. La luz cambia a rojo, pero es muy
tarde, ya cruzó la avenida.
La besó en la mejilla, y ella sonrió. Eran la pareja
perfecta, de esas que solo salen en películas. Hace tiempo habían adoptado la
costumbre de salir a caminar en las noches, era relajante y los ayudaba como
pareja. ¿Por qué no, verdad? Ella era asmática, así que apenas vieron a ese
joven malaspectuoso fumando en la esquina, decidieron tomar la calle adyacente.
De pronto, escucharon un grito y el sonido de vidrio rompiéndose.
Y ahí en el piso, ya no había mucho que hacer. Los paramédicos
dijeron que fue una muerte casi instantánea. El taxista, hablaba con los
policías. Estaba borracho. A 2 cuadras, una pareja compartía un vino entre 4
paredes, ajenos al cuadro que se pintó en el cruce de Pardo con Espinar. Y en
el suelo yacía el cadáver del joven que no vivió plenamente esa última pitada,
y las cenizas del tabaco relucían grises. Grises entre tanto rojo.
Rafael Benavides.
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